Antonio Fernández Molina en Poéticas del Caos, de Jaime D. Parra






Poéticas del caos (Libros del Innombrable. Zaragoza: 2019, con prólogo de Jesús Ferrer Solà [ISBN: 978-84-17231-16-3]reúne una serie de artículos y antología, en torno a las trayectorias de distintos autores de diferentes tiempos, que entendieron o entienden la creación como riesgo, ruptura, crisis, génesis libre, y que hicieron tabla rasa, tanto en su enfoque vital como en su tratamiento del lenguaje.
Unos son hijos del Simbolismo, o del postsimbolismo, como Lautréamont o Alfred Jarry; otros son de una filiación próxima a los surreales y experimentales, a la hispánica, como Juan-Eduardo Cirlot, Eduardo Chicharro, Carlos Edmundo de Ory, Joan Brossa, Guillem Viladot, A. F. Molina, Fernando Arrabal, Cristóbal Serra o Antonio Beneyto. Y otros son posteriores a ellos: Albert Tugues, Francesc Cornadó, Raúl Herrero.
Destaca también aquí la incorporación de voces de mujeres, relacionadas directamente o indirectamente con el Filopostismo y el Postpostismo: Gloria Fuertes, Nanda Papiri, Pilar Gómez Bedate, Laura Lachéroy, Luce Moreau; o Mercedes Escolano, Ana Sofía-Pérez Bustamante, Esther Xargay y Carlota Caulfield.
Sin olvidar tampoco otras líneas posteriores de nuevas radicalidades creativas desde Silvia Rins, Pura Salceda, Gemma Ferrón, Roser Amills, Alicia Silvestre, Charo Mur, Alexia Sinoble, Mónica de Dalmau, Esther Lapeña o Adriana Hoyos —la nueva generación media— hasta una expresión última con Lola Nieto, Laia López Manrique, Anna Gual, Gema Palacios, Maria Sevilla o Iris Parra, reflejo de nuevas poéticas.
Como dice Jesús Ferrer Solà en el liminar: «… la presente obra se convierte en un lúcido artefacto crítico, en un prisma de varias caras, en las que se reflejan luces y sombras de un arte de la transgresión heterodoxa y la realidad desfigurada».

Jaime D. Parra dedica a Antonio Fernández Molina un total de 35 páginas, las primeras destinadas al estudio de su obra y a describir sus encuentros con el autor, las siete últimas ofrecen una breve muestra antológica de la obra. La parte del estudio se divide en los siguientes apartados: «Encuentros zaragozanos», «De la estirpe de los heterodoxos», «Observación de su tiempo», «Irracionalismo mágico», «La poesía esencial y los retornos», «La punta del iceberg», «Antologías, plástica y crítica» y «Narrativa y poemas en prosa». Para la antología Parra ha tomado relatos de la antología narrativa: La vida caprichosa (Libros del Innombrable. Zaragoza: 2003), tomando de entre los textos allí reunidos fragmentos de los libros: Pompón, En Cejunta y Gamud y Guiones cinematográficos. Parra también ha seleccionado poemas de la edición de la  Poesía Completa (Libros del Innombrable. Zaragoza: 1999, 2000, en tres tomos) decantándose por poemas de El cuello cercenado, La flauta de hueso, Platos de amargo alpiste y Canciones entre las ruinas. Para finalizar incluye algunos aforismos de Musgo en el iceberg.

A continuación reproducimos un fragmento del capítulo dedicado a Antonio Fernández Molina:

De la estirpe de Lewis Carrol, Jonathan Swift, Marcel Schwob, Ambrose Bierce, Gómez de la Serna es la obra de A.F. Molina. De la letra de Alicia en el País de las Maravillas, Los viajes de Gulliver, Vidas imaginarios, El diccionario del Diablo, Greguerías surgió un poco de lo que sería el artista de lo maravilloso, lo imaginativo y lo extraño que fue. Poco importa que muchos, menos preparados que él, con menos imaginación, de más escaso arte y entrega al oficio, con menos gracia, quisieran ensombrecerlo. Desaparecieron ya las plumas que tachaban nombre. Sensible, inquieto, apasionado, imaginativo, explosivo, reservado, sincero, directo, arriesgado, A. F. Molina no dejó nunca indiferente a nadie, y explotó su vida para proveer de vida su obra en distintas artes: fue poeta, narrador, antólogo, ensayista, pintor, editor, tertuliano, conferenciante, polemista, redactor, y siempre estuvo rodeado de mentes privilegiadas. Pero con un arte que es siempre el mismo: siempre del lado de la imaginación. Y desde ahí realizó sus trazos, adelgazando la realidad o enseñando los dientes al lado oscuro de la cosa, de las cosas. He sugerido que es hijo del relato fantástico e imaginario, insólito y maravilloso, de la escritura del caos, —aquella misma que podría haber en una antología del humor negro— pero no es lo único: también es hijo de la poesía lírica del Romanticismo y del Postismo, a partes iguales, más que del Surrealismo. «Bueno, del Surrealismo, algo, pero yo tengo más que ver con el Romanticismo. El Romanticismo me formó; y luego el Postismo y el Realismo Mágico, con los que se me asocia, y con los que, de alguna forma, estoy relacionado. Y, también Pessoa, claro», me dijo en una de mis visitas a Zaragoza. Por eso, no es de extrañar tampoco que dedicase antologías a los movimientos que tienen que ver con ello en el mundo hispánico: el Romanticismo y el Modernismo. Esas son sus raíces: las del relato imaginario y las de la poesía visionaria. Todo lo que viene después es ampliación del siempre inquieto poeta, en verso o en prosa, o en la plástica; inquieto por conocer, moverse, estar al día: los hispanoamericanos, los franceses, los nórdicos.Del mundo romántico le interesa el origen, lo anglo-germánico, o germanizado: Coleridge, Blake, Hölderlin, Novalis, Poe, Nerval, Bécquer. Entre ellos valoraba a Novalis, por encima de todos. Novalis cuya Enciclopedia, por ejemplo, consideraba una fuente de sabiduría (la otra era el Diccionario de símbolos de Cirlot). En la línea española, respetaba, en especial, a Bécquer. Con él se inició en la poesía, en un momento en que se consideraba perdido o despistado, en «el más absoluto desamparo»: cuando estudiaba Bachillerato en Guadalajara. Aparte de ello, lo que le interesó verdaderamente fue el Modernismo. Para él, fue el gran movimiento moderno en lengua castellana, junto con el 98, del que respetaba sobre todo la figura Unamuno como poeta, al que colocaba después de Bécquer. No solo los poetas, también los narradores y los pintores: en especial, Silverio Lanza y Gutiérrez Solana. Pero, además de estos, al que verdaderamente elogiaba era a Gómez de la Serna: el único que salvaba de su generación. A Gómez de la Serna lo consideraba un genio, en el sentido profundo de la palabra.Por otras literaturas extranjeras anteriores también tenía interés; en especial, le importaban la narrativa del xix, particularmente la rusa (Dostoievski, Andreiev, Chejov), que conoció en la colección de libros de su padre (Novelas y Cuentos), y uno de los ismos: el Futurismo. Más que el Dadaísmo, que le parecía muy destructor, o el Surrealismo, que veía demasiado abisal, a Molina le interesaba el Futurismo, porque en él encontraba los principales hallazgos de su tiempo, anticipados. Pensaba que la actitud política había perjudicado la imagen de ese movimiento (Mussolini mismo era futurista) pero que sus hallazgos artísticos allí estaban. Otro movimiento que valoraba era el Expresionismo alemán. Mientras que del Surrealismo francés se desmarcaba todo lo posible: decía que él no era surrealista, aunque se hubiera servido de sus técnicas, que él no se ponía debajo de los decálogos de un señor: Breton. Algo parecido a lo que le pasó a Cirlot. En cuanto a la vanguardia en castellano, optaba por la hispanoamericana: Huidobro, Macedonio, Girondo, Vallejo —el Vallejo de Trilce, que dará título a una de las revistas de entonces—; pero renegaba de Paz como vanguardista: no le convencía. Él prefería a Cirlot y Lezama Lima. También leía de otras líneas: Pound, Eliot o Pessoa. De Pound me decía: «Pound es uno de mis ídolos». De Eliot pensaba que siempre le influyó y que seguía influyéndole. Y de Pessoa, que le dejó patentes huellas en la creación de sus heterónimos: Meneses y Goa, y algún otro.
Jaime D. Parra





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