Desafueros de la imaginación, por Javier Barreiro. Sobre En Cejunta y Gamud, de A.F. Molina





Desafueros de la imaginación

Antonio Fernández Molina. En Cejunta y Gamud. Heliodoro, Madrid, 1986. 60 páginas.


Javier Barreiro

 

Casi cuarenta años de militancia en un vanguardismo sin fisuras, una renuncia a las prebendas que otorga el oportunismo o la adscripción a las bogas del momento y una triple trayectoria en los terrenos de la creación literaria, las bellas artes y la crítica, amén de las varias decenas de libros publicados en todos los géneros, respaldan a Fernández Molina como hombre comprometido en la configuración de una obra profunda y profusamente personal. Su relativo alejamiento de la actualidad proviene más de un deseo de no tolerar su conversión en burócrata, figurón o currinche al uso que de la carencia de mérito o inactualidad de su obra, siempre fuera de resabios y diletantismos gratuitos.
En Cejunta y Gamud, —publicado en Venezuela hace dieciocho años y que, prácticamente, no circuló— aparece ahora en una atractiva edición ilustrada por el propio autor y completa por ocho relatos que se extraviaron en la primera entrega. Consta el librito de 57 brevísimos apuntes narrativos en los que originalidad, asunción del absurdo, sentido del juego, libertad creativa y voluntad de desmantelamiento del tópico conforman una compleja identidad donde la naturalidad expositiva se combina con el refinamiento conceptual y, así, la facilidad del léxico nos va envolviendo con su fluidez lejos de cualquier atisbo de trascendencia, de cualquier retórica, de cualquier solemnidad espesa.
La ficción se ubica en las fronteras de una irrealidad-cotidianeidad que desata los mecanismos asociativos del lector-filtro y lo sume en esa especie de alado estupor que proclama mejor que cien tratados la auténtica función de la poesía. De esta manera, los seres y conductas que se dan en esos ámbitos tan míticos y, tal vez por ello, tan íntimamente reconocibles que se denominan Cejunta y Gamud aparecen colmados de la razón de la sinrazón, recaban una independencia que seduce al adicto a descorrer los visillos de lo convencional, reclaman una complicidad que sólo puede otorgarles el inconformismo o el situado extramuros de sí mismo, siempre en pugna con la banalidad pero también con la autocomplacencia de que decidió profesar de rebelde.
La prosa vanguardista, al contrario que la experimental, ha tenido en nuestro país muy conspicuos ministros, pero su eco ha sido escaso. Mientras unos soslayaban a Jardiel Poncela por desideologizado, los otros obviaban a Domingo F. Granell, el autor de La novela del indio Tupinamba, por exiliado. Las razones son, sin embargo, mucho más varias y complejas, pero no ha de estar lejos la fecha en que se acometa el rescate de tantos buenos escritores que han cultivado la prosa de vanguardia, género decididamente inasequible al mediocre. Entre ellos, que, por cierto, figura ya en varias antologías sobre el tema, casi siempre foráneas. Su imaginación desaforada, muy en la línea de ese deslumbramiento objetual de los pintores escritores, su originalidad y su mirada atenta al prodigio del instante, de la realidad aparentemente más chata repudiarán la moda pero atreverán al lector inusual y avizorante.

Diario16, 20 de septiembre de 1987


[Los administradores agradecen a Javier Barreiro el permiso concedido para que la reseña se reproduzca en este espacio].

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