Un fragmento de Solo de trompeta, de A. F. Molina


Cubierta primera edición Solo de trompeta, Alfaguara, 1965


Me llamo Miguel, aunque me han llamado muchas cosas en la vida (a mis espaldas casi siempre). Mi nombre de pila ha sido motivo de orgullo para mí y de mofa, en otras ocasiones, al establecer la palpable diferencia que existe entre mi persona y la de otros altos ingenios que lo llevaron.

Empiezo por aquí, porque he de empezar por algún sitio. Terminar no sé si llegaré a hacerlo o si me quedaré en la mitad del camino. Aprovecharé esta racha y seguiré adelante mientras tenga mecha. Cuento con llegar allá, aunque está por ver. Según mis propósitos (o necesidades) esto irá deprisa, me emborracharé de palabras y recuerdos día y noche. De algún modo hay que vivir, y siempre pasan las horas.

De cuando era muy niño apenas guardo recuerdos confusos de escenas como soñadas o entrevistas. De entonces sé muchas cosas, más de las que recuerdo, y estoy seguro de su autenticidad, pero como me han llegado a través de otra persona no quiero hablar de ellas. Únicamente de parte de lo que conserva mi memoria, que, por suerte o por desgracia, es bastante buena.

La excelencia de mi memoria me ha dado muchos sinsabores en la vida. Corrientemente la gente se contradice al hablar, pero para ellos esto no tiene importancia porque nadie suele acordarse de las opiniones fútiles sobre cosas corrientes en el parloteo cotidiano. Mi memoria anota estas minucias y siento repugnancia por siempre hacia la persona que sorprendo en un renuncio.

Pero hablo de repugnancia hacia los demás cuando seré yo, sin duda, una de las personas que ha resultado desagradable a mayor número de semejantes, teniendo en cuenta que me refiero únicamente al desagrado suscitado por mi presencia física y mi actuación directa como hombre vulgar con ribetes de persona inteligente.

Cuando era pequeño parecía que iba a crecer mucho, y a los cuatro años tenía la estatura correspondiente a los seis. Los parientes y amigos de casa decían:

«Este niño va a ser un gigante. Cuando sea mayor desfilará en cabeza».

Y otras necedades por el estilo. Las señoras me besaban demasiado, me llamaban guapo y otras lindezas y casi me asfixiaban entre sus pechugas olorosas de perfume.

No quiero pensar, porque no quiero ser mal pensado. Un niño es un niño, y cuando es hermoso puede suscitar los más diversos sentimientos. Entre ellos puede florecer, ¿por qué no?, la ternura. Mi edad tan corta me impidió apreciar la calidad de aquellas circunstancias. Claro que algo me hace sospechar y suponer.

Recuerdo especialmente una cabellera rubia y unos ojos muy grandes. Unos ojos que para mí eran muy grandes, posiblemente porque con frecuencia estaban cerca de los míos. Pero no sé bien si los ojos pertenecían precisamente a una señora o a una hija o sobrina de familia. En la casa había otra mujer con la cara como un campo roturado, que enseñaba las raíces que había tenido ocultas. Tal vez aquella era la señora, señora viuda quizá, pero ella no disfrutaba de mis caricias porque yo la huía, y cuando no tenía más remedio que soportarla me mantenía esquinado y ella comentaba:

«Este niño es un pequeño salvaje, creo que no tiene muy buenos sentimientos, va a dar más de un disgusto a sus padres».

Aunque sus palabras no estaban dictadas por la sabiduría eran muy acertadas, al menos en más de su mitad, tan acertadas que pienso que de haberlo sospechado no se habría atrevido a aparecer tan malvada como para pronunciarlas.

Esas son frases que se dicen. Se dicen frases sin pensar en su sentido y nadie las recuerda. Aquella simpática mujer lanzaba sus palabras, y yo las recuerdo aún, ella no. O sí, pues aún arrastrará su vejez.

Pero la joven me llevaba a su habitación y jugaba conmigo. Me enseñaba el contenido de unos baúles. De ellos sacaba principalmente ropas y fotografías. Eran ropas antiguas y prendas interiores de mujer. Ella suspiraba. Después hacíamos gimnasia y peleábamos. Unas veces vencía ella y yo quedaba debajo en el suelo. Otras veces se dejaba vencer.

Aquella mujer desapareció. No iba a tener más suerte que con otras. Se llamaba Anita. Me he abstenido de pronunciar su nombre, pero lo mismo da y lo pronuncio. No la volveré a ver. Si la viera no nos reconoceríamos. Ella, casi una vieja; y yo, un enano. Buena pareja, quizá la mejor. Pero no tengo ningún interés en ver a esa mujer ni a ninguna otra. Tal vez no parezca totalmente sincero. Pienso que ver a la otra, en medio de todo, sería más interesante. Únicamente como espectáculo, si estas cosas ya me pudieran distraer.

Si vive, no quedará de ella nada más que una especie de esqueleto recubierto con un poquitín de pellejo. Sería divertido que estuviera inflada como un botillo. Esta idea casi me hace reír y, sobre todo, me consuela. Pensaré en ella con frecuencia.

Bueno, la diversión no me interesa. No he agotado los placeres ni ellos me han agotado a mí. Lo que ha ocurrido entre el mundo y yo es difícil de explicar. Ni yo mismo sé de quién es la culpa, si existe. En ocasiones pienso que he sido como una piedra que ha empezado a rodar…, paparruchas. No hago nada más que divagar. Sí, bien, pero me interesa eso tanto como otra cosa. No me importa nada. Ahora escribo porque de esta manera me distraigo, porque me ha dado por ahí, porque me da la gana, eso es todo. Y algo me empuja a seguir, aunque vaya empalmando, una tras otra, una colección de simplezas.

La rubia parecía tratarme como si fuera una niña, y yo me daba cuenta de ello. Adoptaba sus modales, al parecer sin pensar que era una persona de otro sexo. Y si se ponía o se quitaba las medias en mi presencia, no parecía prestarle a eso ningún cuidado, ni darle importancia. Cuando se cambiaba de blusa o de vestido, era igual. En todo caso requería mi ayuda para abrochar algún botón o cremallera, actividad para la que he demostrado, desde la más tierna edad, una rara maestría.

Siento no poder decir nada de particular sobre Anita. Si era una desvergonzada, no me di cuenta. Quizá solo era una buena chica que me tenía verdadero afecto o que me consideraba como un animalito delante del que, si llega el caso, no importa, por ejemplo, orinar. No llegó a hacerlo en mi presencia, aunque es posible que no le hubiera importado o no hubiera pensado en ello. Seguramente, el azar no colaboró en este sentido.

La vieja era otra cosa. Creo que nos espiaba y trataba de llamar la atención de cualquier manera. Daba golpes en las puertas, como si estuviera limpiando, entraba de nuevo en las habitaciones con aire de buscar alguna cosa, volvía a por algo, preguntaba una bobada, nuevamente se la hacía explicar. Y me miraba demasiado. Yo también la miraba porque entonces no disimulaba ni mi curiosidad ni mis sentimientos, y he seguido, insensiblemente, igual.


Cubierta nueva edición de Solo de trompeta, Libros del Innombrable, 2021

Es curioso que no recuerde cómo era la casa por fuera ni por dónde se entraba. Parece que siempre hubiera estado allí, por aquellos días, y al mismo tiempo estuviera en casa de mi familia y en todos los demás sitios en los que estuve.

La casa de Anita parece ocuparlo todo. A lo mejor es porque estuve en una sola ocasión, quizá en ausencia de mi familia, que me dejó al cargo de esos amigos o vecinos.

Y sí recuerdo que en una ocasión me despedí y Anita me besó en los labios. Entonces yo pensaba en la vieja, y era como si el contacto de los cañones de su bigote me pincharan la carne. Aquella fue una despedida definitiva, seguramente.

No vi ningún hombre en aquella casa, tal vez estuviera fuera, o llegaran de noche los hermanos, hijos o esposos de esas mujeres, de alguna de ellas. Porque el hombre se percibía dentro de las paredes. Cachimbas, libros gruesos, espadas, patines, pantalones, tabaco, cierto desorden, cierto olor. En conjunto, nada.

Creo que dormí la siesta en la misma cama de Anita, con un pijama que me estaba muy grande y tenía unos colores muy vivos. Debía hacer bastante calor. Tengo el recuerdo, que me resulta un poco penoso, de la sensación de haber sudado entonces. Desde luego todo estaba perfectamente cerrado y no entraba nada de luz. Yo me acosté en contra de mi voluntad, pero no manifesté mi sentir. Después me dormí y seguramente mis pocos años roncarían.

Antonio Fernández Molina

© Herederos de Antonio Fernández Molina

Solo de trompeta, de Antonio Fernández Molina, Libros del Innombrable, Zaragoza: 2021. Prólogo de José Luis Calvo Carilla. Cubierta e ilustraciones de Juan Luis Borra.


Para más información sobre la novela:

https://www.librosdelinnombrable.com/producto/solo-de-trompeta/

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