Feliz Navidad y próspero 2024 [con el primer capítulo de las memorias de Antonio Fernández Molina]


Fotografía de Antonio Fernández Molina de Asilvestrada




La página Antonio Fernández Molina les felicita la Navidad y les desea un próspero 2024 con el primer capítulo de las memorias del autor: Fragmentos de realidades y sombras (Biblioteca Aragonesa de Cultura, Zaragoza: 2003).



Introducción posromántica

 

Mi abuelo materno estudió Medicina en la Facultad de Zaragoza, en el mismo edificio donde a menudo asisto a actos culturales o intervengo como conferenciante y en debates relacionados con el arte y la literatura. En ocasiones rememoro aquella época, cuando la ciudad, con muchos años de existencia y definitivamente inmortal, aparece en la iconografía urbana, en especial en tarjetas postales con un aire camp, cuya sola evocación puede hacer aflorar a los ojos y al sentimiento el testimonio de sensaciones románticas.

Imagino a mi abuelo, Federico Molina, joven de no sobrados posibles, vestido con el elegante buen gusto de los estudiantes de entonces, sentado con sus apuntes y libros en uno de aquellos acogedores cafés zaragozanos, entre los mejores del mundo, donde repasaría sus lecciones y donde, quiero suponer, escribiría cartas de amor a mi futura abuela.

Fui el nieto mayor en ambas ramas de mi familia. Nací en 1927 en Alcázar de San Juan, em plena Mancha de don Quijote, dato quizá nada ajeno a mi carácter. Hasta la muerte de mi padre, en 1934, residimos también en Alicante, Valencia y Alcoy. Al producirse su fallecimiento, viajamos a la provincia de Guadalajara para acogernos a la protección familiar. En pueblos distintos y próximos de pocos habitantes, mi abuelo materno ejercía la medicina y el paterno, Jacinto Fernández, era agricultor y ganadero.

Las fotografías del pequeño personaje que fui, bien vestido y alimentado, dan la estampa de un niño posible futuro poeta posromántico. Por encima de cualquier otra aspiración me he esforzado en llegar a serlo, aunque el resultado no haya colmado mis aspiraciones.

Después de una temporada de trasiego familiar, desde esos pueblos nos trasladamos al castizo barrio de La Latina, en Madrid, junto al mercado de la plaza de la Cebada. Me satisface que el destino me regalara la fortuna inmaterial de nacer en un lugar tan vinculado al Quijote y a Cervantes y, más tarde, haber vivido en pleno barrio de Las Musas, en la calle de Quevedo, junto a las de Cervantes y Lope de Vega, territorio urbano repleto de tantos recuerdos de admirables escritores del Siglo de Oro.

Guardo en el archivo de los recuerdos muy animadas estampas de la zona, similares a las de La Verbena, el conocido cuadro de Maruja Mallo. Ávido lector, sin memoria de cómo aprendí a leer, devoraba los tebeos y libros infantiles a mi alcance y miraba con apasionada curiosidad las publicaciones acumuladas en los quioscos y en los escaparates de las librerías. Al mismo tiempo, empezaba a «leer» conscientemente cuanto la realidad mostraba ante mis ojos.

De vez en cuando, en lugar de pasar el tiempo libre en juegos y peleas infantiles de barrio, a las que tenía mucha afición, emprendía excursiones solitarias. Conocí así, guiado por el azar, muchos aspectos poco habituales de las calles madrileñas y acumulé infinidad de imágenes que aún afloran desde mi subconsciente, mezcladas las vividas con las leídas e imaginadas. 

Con frecuencia, acompañaba a mi tío Alfonso, estudiante disidente de Medicina, a mítines y a lugares relacionados con la cultura. Tengo la larvada impresión de haber estado  con él en algún acto  o tertulia de café, cerca de poetas y artistas de la generación del 27. Con gran satisfacción por mi parte, solíamos detenernos ante los escaparates de las librerías, en especial las de libros de segunda mano, muy abundantes en las cercanías de mi casa. Miraba con apasionamiento las cubiertas de aquellos libros y, sin leerlos entonces, de algún modo, me impregnaba así de su contenido.

Un día, ante la fachada de la Academia de la Lengua, mi tío Alfonso me comentó que allí acudían los sabios del idioma español. Al recordarlo y después de haber compartido tantas horas con académicos, siento ternura hacia quien me hablara con tan buena fe y tal ingenuidad.

Aunque era niño, percibía el ambiente tan cargado de aquellos años y no fue una sorpresa cuando, de pronto, empezó la guerra. Aguantamos en Madrid el verano y los primeros bombardeos. Por la noche, cuando sonaba la sirena, saltábamos de la cama veloces hacia el sótano, usado como refugio. Allí, a pesar del miedo producido por las explosiones de las bombas, y de los obuses, a veces muy cercanos, lográbamos dormir algo. Al día siguiente, nos sorprendía en la calle el espectáculo de los edificios derruidos o mutilados.

Mi tío Alfonso se había alistado voluntario a las milicias y era suboficial. A menudo dormía en nuestra casa. Recuerdo haberle visto por última vez una noche, al empezar un bombardeo. Mientras nosotros, obedientes a la recomendación de las sirenas, bajábamos al sótano, él ascendía a la terraza, y acaso con su pistolón pretendiera derribar a los aviones enemigos.

La escasez de alimentos y los peligros de la guerra aumentaban en un Madrid semisitiado y aquel otoño regresamos al pueblo. Mi abuelo paterno me acogió como al hijo mayor, huérfano, de su primer hijo, muerto muy joven. Mis relaciones con él componen una larga y entrañable historia.

Mi etapa de niño de ciudad, de clase media —baja desde la muerte de mi padre—, había terminado definitivamente y empecé otra en el ambiente agrícola y ganadero. Me ejercité bien y me hice diestro en esas tareas, aunque se daba por descontado que empezaría a estudiar el bachillerato en cuanto terminara la guerra.

A cubierto del hambre entonces padecida por tantos,  mi vida se llenó de nuevas experiencias fruto de la vida en el campo, mi participación en los trabajos agrícolas y, sobre todo, la convivencia con los combatientes. Al pueblo venían tropas para descansar a la espera de ser enviadas de nuevo al frente. Se alojaban en las cuadras, pajares, camaranchones y locales disponibles. Su trato me impregnaba de la cultura popular de sus distintas regiones de origen, con sus refranes, canciones, chismes y con la información de sus costumbres, de sus comidas, etc. Por las noches, varios milicianos se reunían con la familia alrededor del fuego de nuestra cocina. Escuchándolos, ante mí se desplegaban mundos nuevos. Fascinado por ellos, pensaba en otros aspectos de la realidad y mi imaginación enriquecía sus múltiples detalles.

En el pueblo funcionaban dos escuelas unitarias, una de niñas y otra de niños. Enseñaban una maestra y un maestro. No tardaron en movilizar al maestro y nos juntaron a niñas y niños en una escuela mixta. La nueva situación escolar influyó en mi carácter. Era muy indisciplinado y le ocasionaba bastantes problemas a la maestra. Pero un día descubrió mi pasión por la lectura y, a partir de entonces, sacó positivo resultado de esa circunstancia. En los momentos oportunos me alargaba un libro bien escogido y me decía: «Antonio, toma y lee». Colocado de codos sobre el pupitre, a mi alrededor desaparecían mis compañeros, la maestra y el pueblo, mientras navegaba sumergido en realidades de ensueño, con multiplicados matices y peripecias.

Como lector, de aquella época guardo muy especial recuerdo del libro Flor de leyendas, de Alejandro Casona, varias veces releído. El dramaturgo había sido inspector de Magisterio y con ese libro de lectura escolar, excelente para desarrollar la imaginación infantil y despertar la curiosidad y el deseo de leer, obtuvo el Premio Nacional de Literatura. Años más tarde conviví con Casona en Mallorca, donde estuvo unos días hospedado en casa de Cela. Era un hombre muy ameno y contaba anécdotas divertidas e interesantes. Cuando le comenté con cuánta pasión había leído en la escuela su Flor de leyendas, se sintió muy complacido. Aquella y otras lecturas escolares estimularon mi permanente vocación de lector.

Poco después, en un cuarto trastero de casa de mi abuelo, bajo cuelgas de racimos de pasas y junto a cajones con piezas de tocino en sal, apareció una maleta con libros adquiridos por mi padre. Contenía muy buena literatura, en particular la primera serie de la colección «Novelas y Cuentos». Fue un impagable tesoro para mi formación literaria. Tengo la impresión de no haber conocido después narrativa superior a la leída entonces, ni haberme sumergido con tanta pasión en la lectura. 


© Herederos de Antonio Fernández Molina





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