En la muerte de Alexander Calder, artículo de A. F. Molina







En la muerte de Alexander Calder,
de A. F. Molina




Con la muerte de Alexander Calder, «Sandy» para sus amigos y sus admiradores, ha desaparecido uno de los grandes creadores de este siglo, quien conquistó el movimiento para la escultura y fue un poeta de las formas.
Nacido en Filadelfia en 1898, perteneció a una generación que daría al mundo, y en distintos lugares del planeta, artistas y escritores que tan eficazmente han contribuido a ampliar las fronteras de la expresión.
Calder perteneció a una familia de artistas. Estudió ingeniería, pero muy pronto se dejó ganar por la llamada del arte. Terminados sus estudios, su inquietud le llevó a intentar varios caminos, incluso el del periodismo. Luego comenzó a dibujar y a tomar clases de pintura en Nueva York. Muy pronto adquirió una gran seguridad en sí mismo y avanzó en el desenvolvimiento de su obra, que comenzaba a ser reconocida dentro de un círculo. En 1926 publicó el álbum Animal Sketching e hizo su primera exposición de pintura. Ese mismo año, realizó su primer viaje a París. Volvió en seguida a Nueva York, para regresar pronto a París, donde empezó a crear su circo y sus primeras esculturas de alambre.








Sin duda, París fue decisivo para su formación. Esta ciudad, el contacto con sus artistas y sus poetas, estimularon sus facultades y sus inquietudes y contribuyeron a que su obra sea tal y como nos ha quedado. Si bien, el ambiente de su país natal está en la medula de cuanto hiciera. Si en su obra podemos percibir esa sensación de monumentalismo, que procede del substrato de impresiones infantiles que le grabaron las grandes extensiones y tamaños de su país, también hay en su trabajo una finura y una sutilidad que pueden reconocerse como parisinas. Sus esculturas iniciales en alambre y su circo están idealmente en la línea de los dibujos de Cocteau, así como sus gigantescos y característicos «stabiles» coordinan perfectamente con la Torre Eiffel, al mismo tiempo que con los grandes puentes y obras de ingeniería en hierro de su país.









Su circo fue un éxito entre los artistas e intelectuales de París. Y, entre ellos, uno de los más entusiastas, Cocteau. De la misma forma que lo fuera Joan Miró, cuya obra también fue paralelamente un estímulo para el escultor. Entre ambos artistas nació una leal amistad, que ha durado hasta la desaparición de Calder. Miró sentía gran admiración por su amigo, a quien estimaba como creador y como persona. Pude comprobarlo en una ocasión en la que hablando con Miró le solicité unos datos sobre Calder. Era, sin duda, merecedor de tal estima. Su imponente humanidad, comunicaba una corriente de simpatía con su interlocutor. También pude comprobarlo cuando lo conocí y me entendí con él con muchas dificultades, pues hablaba un francés curiosamente enrevesado. Sus gestos, su actitud, eran tan claros, tan concluyentes y expresivos como sus obras.

Fue en 1929 cuando creó los primeros «móviles», lo más original e influyente de su obra, que tanto ha contribuido a renovar la escultura. El punto de partida parece ser que se lo diera la pintura de Mondrian, muy admirada por Calder, que aspiraba a hacer algo de similar acierto en escultura, pero incorporándole el movimiento. Cuando expuso en 1932 las primeras esculturas con movimiento, algunas accionadas con un motor, Marcel Duchamp las bautizó como «míviles», y este nombre ya las pertenece para siempre. Pronto eliminó los motores en sus esculturas y conquistó para ellas un movimiento producido por el medio ambiente. Sus esculturas se mueven con el ritmo de las hojas y las ramas de los árboles. Es un movimiento que comunica al espectador una sensación de descanso, de identificación con la Naturaleza. Cuando contemplamos en un interior un móvil de Calder parece que allí ha penetrado la Naturaleza. De la misma forma una escultura suya, sea móvil o no, cuando está al aire libre con la Naturaleza se identifica, como todo cuanto realizó siendo arte de primera calidad y de vanguardia, se identifica con el arte popular, con los nobles utensilios que acompañan al hombre en su vida y en su trabajo. Las nubes, las hojas, el viento, el agua, los seres vivos están en la obra de Calder, y este hombre, que no parece haberse inspirado en las formas existentes de la Naturaleza y que aplicó a sus esculturas y utilizó en sus guaches y grabados colores puros que no están en ella, hizo algo que podemos considerar que la enriquece. En cierto modo, creó algo natural, algo que posee el impulso interior de lo que no ha sido hecho por el hombre, y a lo que él ha comunicado su cordial humanidad.



© Herederos de Antonio Fernández Molina


[El artículo procede de un recorte encontrado en el Archivo Fernández Molina de un número del  boletín del colegio Santo Tomás de Aquino, sin fecha, puesto que no se encuentra completo].       

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